Mi padre enfermó el pasado mes de Agosto, coincidiendo con la llegada de las Perseidas o “Lágrimas de San Lorenzo”. Falleció al mes siguiente, abandonando para siempre este pequeño punto azul pálido donde habitamos.
Solo pedí un deseo al ver la primera estrella fugaz que surcó el cielo nocturno este verano: poder seguir acariciando tu sedoso cabello blanco durante mucho tiempo. Pero esta vez, las Perseidas resultaron amargas. Venían acompañadas de aires lúgubres de pesadumbre, dolor y deseos no cumplidos. Anunciaron el principio de tu fin.
Sentada junto a tu cama, te oí comentar una vez más, apasionadamente, como siempre que te referías al infinito Universo, sobre la espectacular lluvia de estrellas que presenciaste cuando tenías ocho años. “¡Cuatrocientas por minuto se contabilizaron!”, me decías con la misma emoción de quien está viviendo la experiencia por primera vez. También tuviste la fortuna de contemplar, varios años más tarde, una aurora boreal, ese mágico espectáculo natural multicolor.
Juntos recibimos la llegada del otoño, con lluvia y Luna llena. Con él, se fue apagando tu voz, tu sonrisa, tu alegría. Aceptaste con naturalidad tu partida, que no tardaría en llegar. “Yo no le tengo miedo a la muerte. Me voy y os espero a vosotros arriba”, nos decías. Besaba tu piel morena, templada. Eran besos silenciosos y sentidos. Cuando exhalaste tu último aliento, volví a besar tu frente ya fría, con el mismo amor que antes. No hubo llantos ni lamentos. Me queda la satisfacción y el consuelo de haber pasado juntos tus últimas semanas, noche y día, disfrutando de tu lucidez y de tu carisma, escuchándote y atendiéndote. Como dijo mi buena prima Chari, a quien considero mi segunda hermana: “Amar a alguien es consagrarle tiempo”. Y eso hicimos.
Cuando yo aún no sabía caminar, al ver que regresabas a casa del trabajo, te llevaba las zapatillas para que te acomodases. Como era casi un bebé, no podía con las dos a la vez. Así que, gateando por el suelo, te llevaba una, te la entregaba y volvía a recoger la otra. Tantos años atrás, y nuestro amor ya era mutuo e intenso, como creo que lo ha sido hasta el final. Te agradezco que me enseñaras con tu ejemplo el significado de la honradez y la humildad. Que tiñeses mis ojos del color de tu adorado Cielo.
Los que aún seguimos aquí, continuamos muy unidos, igual que cuando tú estabas. Y esto nos da fortaleza. Recordamos cuánto disfrutabas con nuestras reuniones familiares, cuando estábamos los nueve juntos y sonrientes, tal y como aparecemos en la fotografía que guardamos en un bolsillo de tu chaqueta para tu viaje definitivo. Mamá, tu paciente y fiel esposa, con su innato talento artístico, que se enamoró de tu forma de ser y de tu ondulado pelo negro, sentada junto a ti en una elegante mesa de manteles blancos, decorada con pétalos esparcidos de rosas rojas, en la celebración de vuestras bodas de oro. De pie, en torno a vosotros, los demás. Tu hija mayor, tan similar a ti, que sin perder la sonrisa te cuidaba, te afeitaba y te hacía la manicura hábilmente durante tu enfermedad, mientras te charlaba y animaba, haciendo un esfuerzo por disimular que le dolía el alma de pena y el cuerpo de cansancio. Tu nieto mayor, a quien velabas sus sueños cuando de pequeño dormía la siesta en tu casa. Él siempre te llamó Manolo, como a un amigo. Tu única nieta, tan valiosa como bella, quien se ha desdoblado estos días como un auténtico Titán. Tu nieto menor, a quien llamabas “mi gigante”, y que nunca llegarás a verlo convertido en un hombre. Tus dos yernos, a quienes siempre consideraste tus hijos. Como tales los trataste y de igual manera te correspondieron ellos. Y yo, tu hija menor.
Este verano, las “Lágrimas de San Lorenzo” se convirtieron en nuestras propias lágrimas. Tu recuerdo y tu estela permanecerán vivos para siempre. Ahora descansa, padre bueno. Te queremos porque fuiste un ser entrañable.
PD. Papá, ésta es la primera historia que escribo y no podrás leer. Tal vez las próximas sean alegres, adornadas con pinceladas de buen humor, tal y como tú siempre fuiste.