A mi madre, quien adora los días lluviosos.

Hoy ha vuelto a llover. Tras varios días de altas temperaturas, de ambiente veraniego y zambullidas de los niños en la piscina cual patos felices, hoy nos ha visitado de nuevo la lluvia.

Temprano, con las habituales prisas matutinas, apareció una tímida llovizna. Su inconfundible olor al mojar la tierra seca, me hizo cerrar los ojos y respirar profundamente, en un deseo por inhalar toda la brisa y el frescor que produjo, refrescando así los poros de mi piel e insuflando a mis pulmones una embriagadora sensación de aire puro.

Un grupo de mirlos picotea el césped de un parque, frecuentado en los atardeceres por multitud de niños y de adultos. Ahora no se escucha el particular murmullo lúdico ni el chirriar de los columpios en sus incesantes vaivenes. Mientras camino, las gotas de agua se vuelven cada vez más intensas. Golpean incesantemente mi paraguas rosáceo, de la misma tonalidad que los bellísimos árboles denominados del amor o de Judas, que florecieron hace varias semanas y decoran cualquier calle de mi ciudad.

Recojo varios jazmines recién humedecidos. Los transporto celosamente en mi mano, como si de una sutil joya se tratase, para no dañar la perfecta y simple forma de esta flor. Su particular perfume me transporta una vez más a mi infancia, junto a mi abuela, en aquellos largos veranos. Al dejarlos en casa, mi mano queda impregnada con una inconfundible fragancia a jazmín, a lluvia, a mañana, a vida. Una gratificante sensación que he querido compartir con ustedes.   

PD. ¡Ea, poética que se ha puesto una hoy!

Toñi Flamil Adamuz